Los movimientos populares deben ser el embrión del poder popular. Entrevista de Boltxe a Iñaki Gil de San Vicente
Los
movimientos populares deben ser el embrión del poder popular.
Entrevista
de Boltxe a Iñaki Gil de San Vicente
No
hace falta hablar sobre la figura de Iñaki Gil de San Vicente y las
aportaciones que viene haciendo desde hace años al marxismo vasco.
Iñaki ha estado en Bilbo en el marco de las jornadas de debate
organizadas por IPES y en Boltxe hemos aprovechado para hablar con el
y plantearle algunas cuestiones.
Boltxe:
Planteas
la recuperación del termino «pueblo trabajador». Nos puedes
comentar por qué esa necesidad?
Iñaki
Gil de San Vicente:
El término de «pueblo trabajador» aparece muy pronto en la
historia de la lucha socialista, y su uso se amplía conforme la
lucha de clases va tomando contenido y forma de lucha de liberación
nacional anticolonial y antiimperialista. Como se ve, hablo de
contenido y de forma, no de sólo de forma. Es cierto que una lectura
mecanicista del Manifiesto
del Partido Comunista,
escrito por Marx y Engels en 1848, parece avalar la tesis de que la
lucha de clases tiene exclusiva y únicamente un contenido
internacional en todos los países, siendo sólo su forma la que
muestra su especificidad nacional. Sin embargo una lectura dialéctica
y por tanto contextualizada de esta obra, muestra que, primero, las
interrelaciones entre contenido y forma, entre lo social y lo
nacional, en las luchas concretas que se libraban en cada país por
aquellos años son mucho más complejas y estrechas; segundo, el
Manifiesto
habla explícitamente de otro modelo de nación diferente al burgués;
tercero, el marxismo es una teoría que se enriquece con el tiempo, y
en este sentido decisivo, que el doctrinarismo dogmático desprecia,
conviene leer la presentación de la edición italiana de 1893, en
donde Engels dice que: «Sin la restauración de la independencia y
de la unidad de cada nación, no hubiese podido llevarse a cabo la
unificación internacional del proletariado…»; y, cuarto, la
evolución posterior del marxismo ha ido resaltando la fusión
dialéctica entre lo nacional y lo social, y de manera explícita en
lo teórico desde 1920-1921.
Me
he detenido en este enriquecimiento porque muestra que el contenido
de liberación nacional de la lucha de clases surge del contenido de
opresión nacional del imperialismo. En la medida en la que el
capital multiplica la explotación y la mercantilización del mundo
para intentar aumentar su tasa medida de beneficios, en esa medida
debe aplastar a las «naciones trabajadoras», tal como las denomina
Marx, a los «pueblos trabajadores» tal cual aparece en los
documentos de la Internacional Comunista. Conforme aumenta la
explotación aumentan los colectivos humanos explotados directamente
mediante el trabajo asalariado, o indirectamente con formas no
asalariadas, o a tiempo parcial, etc. La complejización productiva
y la multidivisión del proceso económico no responden sólo a la
ciega necesidad de aumentar la producción, sino también a la de
fraccionar a la clase obrera y a la de aumentar lo que han denominado
muy correctamente como «proletario global explotable».
Pero
es una explotación total, es decir, que va más allá de la fuerza
física de trabajo para cebarse en la psicosomática, en la
sexo-económica, en la afectivo-emocional, en la cultural e
identitaria, sentimientos todos estos que son mercantilizados para
venderse en el mercado mundial tras pasar por la industria de la
culturilla de masas alienadas y en su rama educativa, o en la
industria sexual del sistema patriarco-burgués en su forma más
salvaje de prostitución o en su menos salvaje del mercado
matrimonial, o en su industria turística, por citar unos pocos
ejemplos. Para las naciones oprimidas esta modalidad de explotación
total que siempre ha existido en el capitalismo y que ahora es ya
abrumadoramente masiva, es especialmente atroz al ser pueblos
indefensos en extremo frente a la férrea dictadura de la valoración
del capital, que no se detiene ante nada ni ante nadie.
Dado
que es todo el proletariado global explotable de un pueblo el que cae
bajo las garras del capital, por eso mismo se explica que las
resistencias superen al marco del clásico proletariado industrial o
de servicios para extenderse a crecientes sectores del pueblo en su
conjunto. Las crisis socioeconómicas azuzan esa tendencia porque las
naciones oprimidas sufren una doble explotación, la directamente
económica pero también la del Estado ocupante, una dialéctica
perversa que en el caso de la mujer se expresa en la triple
explotación al sumársele la de sexo-género, la primera
históricamente hablando.
Nos
encontramos, así, frente a una compleja realidad en la que podemos
entrever como mínimo tres grandes espacios que se contienen de mayor
a menor, como tres aros concéntricos para decirlo de algún modo. En
el más externo e impreciso, pero el mayor cuantitativamente, tenemos
las amplias masas explotadas, formado por toda serie de grupos
sociales que sufren explotación económica, opresión política,
dominación cultural, injusticias, coacciones diversas, etcétera. En
el intermedio tenemos al pueblo trabajador en cuanto tal, en donde
encontramos a las múltiples fracciones y sectores que se extienden
entre las «clases medias», la vieja y nueva pequeña burguesía,
otras franjas denominadas autoexplotados, etcétera. Y en el centro
está la clase trabajadora tal cual se materializa en ese momento
preciso. No hace falta decir que son muy difusos las fronteras y
límites que separan a los tres espacios, dándose mezclas y
fusiones, cambios, deslizamientos y desplazamientos de uno a otro.
En
las naciones oprimidas, como en las no oprimidas, el componente
decisivo es el último, el proletariado, pero el intermedio adquiere
una importancia cualitativa superior al que tiene en los pueblos no
oprimidos. La razón no es otra que el peso específico del
sentimiento nacional en la «nación trabajadora» negada en sus
derechos como pueblo. El Marx de 1843, hablando sobre el orgullo y la
vergüenza nacionales, dijo que si una nación entera se avergonzara
realmente, sería como un león replegándose para saltar. La
experiencia histórica ha mostrado que la conciencia avergonzada de
pueblo vejado y despreciado se expresa en amplias franjas sociales,
de la «nación entera» en el lenguaje de 1843, y que el
proletariado debe constituirse en la fuerza dirigente de esas masas
directamente relacionadas con él porque son también explotadas,
oprimidas y dominadas.
La
explotación económica directa o indirecta juega aquí un papel
clave, aunque no exista una directa explotación asalariada. La
pequeña burguesía que no sufre explotación económica sino que es
ella la explotadora, sufre sin embargo una específica opresión y
dominación nacional, cultural y política, pero a la vez, necesita
de la explotación del Estado ocupante para garantizar los beneficios
económicos que obtiene con la explotación que realiza, que es lo
decisivo. Esta contradicción irresoluble explica las ambigüedades
de esta clase, su egoísmo y sus dudas, y su propensión a optar de
algún modo por el Estado ocupante que le garantiza su forma de vida.
Las lecciones históricas son concluyentes en este sentido, y la
experiencia vasca así lo confirma, incluso en los dramáticos años
de 1936-1937, en donde la mayoría pequeño burguesa de Hego Euskal
Herria dudó y se escindió en varias tendencias enfrentadas.
Y
es que donde existe propiedad privada de fuerzas productivas que
permitan y exijan una explotación de fuerza de trabajo social, es
muy difícil que surja una conciencia nacional enfrentada al
capitalismo y a su Estado. Sí es verdad que existen los «traidores
a su clase» en la pequeña burguesía e incluso en algunos
burgueses, pero son milagros misteriosos de la conciencia humana
libre. La experiencia vasca también se inscribe dentro de la
mundial: basta ver cómo la pequeña y mediana patronal vasca ha
aplaudido con las orejas las brutales medidas antiobreras y
antipopulares del Estado español, medidas que venía exigiendo desde
hace tiempo. Otra cosa es que esta pequeña patronal se atreva a
aplicarlas masiva y salvajemente debido a la fuerza del movimiento
obrero vasco.
Otra
cosa son las denominadas «clases medias» que el Engels de 1845
calificó de egoístas y acaparadoras del sentimiento nacional en
abstracto. Los factores ideológicos tienden a compensar en esas
«clases» o franjas sociales intermedias su ausencia de propiedad
privada de fuerzas productivas, o la muy limitada propiedad que les
impide explotar económicamente y «ascender» a nueva pequeña
burguesía. Por su egoísmo tienden a girar en los momentos críticos
hacia el paraguas protector del Estado o de un poder delegado de
este, como el autonómico y regionalista.
Pese
a todas estas dificultades, la clase obrera de la nación oprimida, o
la clase campesina, ha de esforzarse en integrar a estas fracciones,
y para ello el mejor sistema es el de potenciar el papel del pueblo
trabajador como medio de conexión entre las más amplias franjas y
el proletariado. Por muchas razones, fundamentalmente económicas e
ideológica, sectores amplios de las masas no se identifican
directamente ni quieren hacerlo con la clase trabajadora. Empezar a
sentirse parte del pueblo explotado, de la «nación trabajadora» es
el primer y fundamental paso para el acercamiento y la posterior
asunción de los valores democrático-socialistas defendidos por la
clase obrera.
Aquí
aparece una cuestión a la que tendremos que volver en la pregunta
sobre la cuarta huelga general. Me refiero a las relaciones entre el
pueblo trabajador y los movimientos populares, la lucha feminista y
la juventud. Estas fuerzas decisivas para entender la realidad de la
explotación capitalista actual son puentes claves para las
conexiones del pueblo trabajador con los sectores de las llamadas
«clases medias», y de la pequeña burguesía. Y es que no podemos
hablar de pueblo trabajador sin tener en cuenta sus partes internas
sometidas a una explotación compleja pero activa en todas las
realidades de la vida. Las mujeres explotadas forman más de la mitad
del pueblo, y con su triple o cuádruple trabajo llegan a una amplia
mayoría del pueblo. La juventud es el futuro pero también es el
presente machacado, y los movimientos populares expresan las
resistencias a todas las formas de explotación.
Introducir
estas realidades en la definición de pueblo trabajador nos permite
valorar en su justo alcance el papel de la conciencia nacional de
clase y antipatriarcal en la lucha de liberación. Una visión
restringida y economicista de la clase obrera, por el contrario, no
puede captar estos contenidos básicos, contenidos de conciencia y de
identidad, que si bien son contradictorios y pueden estar debilitados
en determinados períodos tienden a reaparecer. Por ejemplo, todas
las franjas sociales explotadas de un modo u otro, desde mujeres
hasta la tercera edad, pasando por la juventud y por los muchos
movimientos populares y sociales, tienen mucho que decir y que hacer
cara a la cuarta huelga general que vamos a realizar este 29 de
marzo. Y tienen mucho que hacer y decir después de la huelga, cuando
la lucha nacional de clase sea consciente que ha dado un paso más
desde 2009, y que, pese a ello las tareas por resolver son ingentes
porque el capitalismo está furioso y lanzado a muerte contra la
nación trabajadora vasca.
De
cualquier modo, hay que precisar que esta explicación sobre el por
qué del uso del concepto de «pueblo trabajador» se mueve en el
plano del análisis histórico-genético, concreto y específico de
cada formación económico-social, lo que nos obliga siempre a
conectar este momento del análisis espaciotemporal con el momento
genético-estructural, el de la síntesis mundial del choque a muerte
entre el capital y el trabajo. Ambos momentos del método dialéctico
deben fusionarse en la praxis porque sólo así entenderemos la lucha
de clases mundial y el contenido de liberación nacional de clase de
muchas de esas luchas.
Boltxe:
Has
planteado que el socialismo es una sociedad ya sin Estado, opresión
nacional, patriarcado... Pero ¿eso no es ya el comunismo?
Iñaki
Gil de San Vicente: Lo
primero que debemos superar es la visión gradualista de la historia,
la que niega los saltos revolucionarios y sólo ve el avance
cuantitativo, lineal y pacífico. En su crítica a Hegel de 1843 Marx
sostiene que: «La categoría de transición paulatina
es
primero históricamente falsa y segundo no explica nada». Una
interpretación no dialéctica de las fases de transición
sobreestima la «transición paulatina»
cuantitativa y acumulativa, sobre los saltos cualitativos,
revolucionarios, que se dan en todo proceso, hasta hacer surgir otro
nuevo de las entrañas del viejo. Hemos recurrido a una cita tan
temprana de Marx para mostrar que la visión de revolucionaria de la
historia es consustancial a la teoría de la transición al
comunismo.
Lo
segundo que debemos comentar es que la primera generación de
marxistas, es decir, Marx y Engels, apenas pudo y quiso decir algo
concreto sobre la transición revolucionaria del capitalismo al
comunismo mediante el período socialista. Y no lo dijo porque el
marxismo no es una utopía, no quiere ni puede adelantar situaciones
futuras sobre las que no existen todavía experiencias prácticas que
aseguren una mínima síntesis teórica. Ahora bien, sí adelantaron
lo que podían adelantar, que era lo decisivo, ya que para entonces
sí conocían las contradicciones irreconciliables del capitalismo.
La
Crítica
del Programa de Gotha,
escrita por Marx en la primavera de 1875 es la mejor obra al
respecto, que debemos estudiar en profundidad. Conviene recordar que
este fundamental texto polémico fue silenciado por la burocracia
socialdemócrata hasta 1891cuando fue editado en una reducida tirada
que pasó desapercibida hasta que una copia cayó en manos de Lenin
que nos avisa que en este texto Marx define como «primera fase» del
comunismo lo que generalmente se entiende como «socialismo» «en el
sentido corriente de la palabra», tal como nos lo advierte Lenin en
su clásica e imprescindible obra El
Estado y la revolución,
de 1917.
Una
cosa que ya tenían clara para entonces Marx y Engels es que la fase
de transición del capitalismo al comunismo es la de la «dictadura
revolucionaria del proletariado». Toda la fase de transición al
comunismo depende de la efectividad de la dictadura revolucionaria
del proletariado, que será tanto más suave como dictadura y más
amplia y masiva como democracia socialista en la medida en que la
clase obrera multiplique su fuerza sociopolítica, su legitimidad y
hegemonía. Desde esta crucial perspectiva, el tránsito
revolucionario al comunismo se realiza mediante dos fases históricas,
la primera o «socialista» y la segunda, la «fase superior» del
comunismo, o comunismo pleno. Durante este tránsito, el Estado va
extinguiéndose en la medida en que van desapareciendo las clases
sociales y va apagándose la economía capitalista una vez liquidada
la propiedad privada.
Lenin
dedica el capítulo V de su obra a las bases económicas de la
extinción del Estado, resumiendo la Crítica
del Programa de Gotha
de Marx. En la primera fase subsisten partes del derecho burgués y
el Estado, que ya no es un Estado clásico, burgués, sino
cualitativamente diferente, un Estado proletario o semi-proletario,
un «Estado en transición, no es ya un Estado en el sentido estricto
de la palabra», incluso un «Estado burgués ¡sin burguesía!», un
«Estado de
los obreros armados»,
etcétera. Pero en ninguna parte de su libro sobre el Estado Lenin
usa la expresión «Estado socialista», como tampoco lo había hecho
Marx en su Crítica…
No es casualidad. Como veremos después con más detalle, pensamos
con conceptos, y cuando no los usamos en absoluto es porque en ese
pensamiento no están presentes las relaciones teóricas sustantivas
que los conceptos sintetizan y conectan lógicamente.
Pero
el debate sobre la transición al comunismo no había hecho más que
comenzar porque la experiencia teórica estaba limitada en dos
cuestiones decisivas: una, la relativamente limitada experiencia
práctica, ceñida casi en su totalidad a la experiencia de la Comuna
de 1871 y a los pocos meses revolucionarios que transcurrieron entre
octubre de 1917 y diciembre de 1918, fecha en la que Lenin introduce
una parte nueva en el segundo capítulo de su libro, redactado en su
mayor parte en agosto y septiembre de 1917, antes de la revolución.
Debemos conocer estas fechas porque el materialismo marxista nos
exige ubicar la base material concreta de la que emerge luego la
síntesis teórica. Y cuando descubrimos que esa base material es
relativamente limitada comprendemos que la teoría no podía
adelantarse mucho, so pena de degenerar en pobre utopía, riesgo que
Lenin denuncia varias veces.
La
otra dificultad provenía de la muy reducida publicación de textos
marxistas decisivos para entender toda la problemática de la
transición en su sentido crudo, es decir, la superación del
fetichismo de la mercancía y de la ley del valor-trabajo como pasos
imprescindibles para asentar el comunismo. Marx escribió sobre estas
decisivas cuestiones sólo para dar forma al contenido de su
pensamiento, dejándolas en borradores que serían conocidos con
mucho retraso. Por ejemplo, eran desconocidas para la decisiva «vieja
guardia» bolchevique, la generación heroica que se había formado
en la clandestinidad, en las barricadas y en la guerrilla, en las
cárceles y en el destierro. También eran desconocidas para el resto
de la «segunda generación» de marxistas.
Lenin
mismo apenas hace alguna referencia a la alienación y dudo que haga
alguna seria al fetichismo de la mercancía. Lenin estudió con rigor
El
Capital
y otras obras publicadas, y aunque en El
Capital
aparece seis veces el concepto de alienación, y tiene un capítulo
fundamental sobre el fetichismo, hay que decir que esta problemática
apenas está presente en su obra. Sus grandes aportaciones
posteriores sobre la burocratización del Estado, sobre la opresión
nacional, sobre el cooperativismo, sobre el control democrático,
sobre la moral y la ética y sobre la cultura, etc., es decir, lo que
acertadamente se denomina como «el último combate» de Lenin, que
deben incluirse en la teoría de la transición al comunismo como
enriquecimientos imprescindibles, fueron silenciadas o tergiversadas
por la burocracia triunfante.
Por
ejemplo, el debate sobre la teoría de la «acumulación socialista
originaria», sobre la ley del valor-trabajo y el papel de la
mercancía en el tránsito al comunismo, el papel de la vida
cotidiana y los efectos del alcoholismo y de la religión en el
socialismo, el aumento del autoritarismo jerárquico en la escuela y
en el ejército, el retroceso de las libertades sexuales y de las
mujeres, el problema del arte y de la división entre el trabajo
manual y el intelectual, estas y otras reflexiones urgentes fueron
cortadas de raíz. Los debates posteriores sobre si existía o no
alienación en el socialismo, y qué clase de alienación podría
existir y cómo superarla, estas y otras reflexiones que ahora son
partes elementales de la teoría de la transición del capitalismo al
comunismo, fueron arrinconadas o prohibidas.
Como
consecuencia de lo visto, la teoría de la transición sufrió un
retroceso mecanicista y economicista inseparable al anquilosamiento
del materialismo histórico. Desgraciadamente, el enriquecimiento
teórico que se produjo desde la mitad de la década de 1960 fue muy
reducido en su alcance. Así, las aportaciones sobre las leyes
específicas de los períodos de transición entre dos modos de
producción sólo fueron debatidas por pequeños grupos mientras que
la mayoría inmensa de las izquierdas seguían apegadas a los dos
textos vistos, necesarios siempre y que aclaran las cuestiones
esenciales, pero que necesitan el apoyo de otras aportaciones
posteriores.
La
implosión de la URSS y de su bloque, el giro al capitalismo de China
Popular, la evolución de Cuba y de otros Estados erróneamente
llamados «socialistas», han actualizado estas consideraciones que
también se han vuelto más candentes debido a los efectos de la
financiarización del capitalismo y al panorama de extrema tensión
abierto por la prolongada crisis actual del sistema imperialista. Las
obras de Marx y Lenin siguen siendo referenciales e imprescindibles,
siendo ahora más actuales que nunca antes, pero nosotros tenemos la
responsabilidad de aprender su método, aplicarlo en nuestras
condiciones y acelerar la instauración del comunismo.
Quiere
esto decir, que la fase primera de transición, o sea el socialismo,
debe caracterizarse por una muy profunda revalorización del papel de
la conciencia revolucionaria expresa en todas las formas posibles, y
que mientras no se vayan superando las viejas cadenas alienadoras y
fetichizantes que atan el cerebro de los vivos a la oscura
irracionalidad del pasado, mientras esto no se logre, no podremos ni
siquiera pensar en que nos acercamos a la primera fase del comunismo,
al socialismo.
Boltxe:
¿Para
llegar al socialismo planteas que es necesario estar organizado, ¿qué
tipo de organización? ¿Cuáles son las tareas que debe realizar?
Iñaki
Gil de San Vicente: Organizarse
es una necesidad objetiva, imprescindible, toda la historia de la
lucha revolucionaria así lo confirma. Pero lo primero que debemos
decir es que no se trata de que el proletariado construya su
organización como calco y copia exacta de la del capital, pero a la
inversa. Esto es un error garrafal por dos razones: una, porque la
posición de clase explotada y carente de recursos de todo tipo
obliga al proletariado a organizarse de forma radicalmente diferente
a la burguesa, y, otra, porque además la organización obrera y
popular ha de tener otro objetivo que siempre ha sido consustancial
al socialismo pero que se ha vuelto urgente tras las lecciones
aprendidas a raíz de la implosión de la URSS y de su bloque, y de
las evoluciones de China Popular, etcétera, y me refiero a la lucha
teórica contra la alienación, contra la ideología burguesa que
tiende a recuperarse a pesar de las derrotas que pueda sufrir el
capital.
La
clase trabajadora ha de dotarse de cuantas organizaciones necesite
para vencer a la burguesía, y en un contexto de opresión nacional
ha de hacerlo para la conquista de la independencia. Han de ser
organizaciones diferentes, adecuadas a las opresiones que deben
combatir. No es lo mismo una organización de barrio para recuperar
espacios verdes y populares, reducir el tráfico y la contaminación
en general, aumentar el alumbrado, etcétera, que una organización
de toda la juventud que lucha contra el poder adulto burgués y
contra su Estado, por no hablar de las formas organizativas del
sindicalismo o de los movimientos populares en todas sus gamas, del
mismo modo que la acción político-electoral de masas e
institucional ha de organizarse de una forma apropiada a su fines que
no son los mismos que los fines de una organización revolucionaria
que tiene como objetivo impulsar la toma del poder político para
destruir el Estado opresor y crear un Estado obrero y popular
cualitativamente diferente. Y al tener los fines de la toma del poder
por medios revolucionarios, la organización política ha de ser
revolucionaria y ha de organizarse de manera diferente a las
anteriores.
Se
ha sostenido que la teoría de la organización de vanguardia fue una
«invención» de Lenin, que ni Marx y Engels no pensaron en ese
modelo organizativo. Es falso, es ignorancia. Marx y Engels
pertenecían a la Liga de los Comunistas, ilegal y perseguida en
muchos Estados, que era un embrión nítido de lo que sería luego el
partido bolchevique. En 1850 ambos amigos demostraron que el
proletariado necesitaba organizarse políticamente de forma mixta:
pública y secreta, abierta y clandestina, y argumentaron que esa
organización secreta también tenía que ser armada. Todas las
fuerzas reformistas duras o blandas, y muchas incluso de izquierdas,
han intentado desautorizar o reducir prácticamente a la nada esta
teoría marxista, aduciendo que luego ambos revolucionarios la
abandonaron. Pero siempre mantuvieron relaciones políticas
semiclandestinas o clandestinas con antiguos compañeros de la Liga
de los Comunistas y con otros muchos grupos organizados de forma
clandestina o alegal, semisecreta, y siempre admiraron la coherencia
organizativa y vital de Blanqui, aunque discrepaban de su desprecio
de la lucha de masas. Más aún, varias veces reconocen en su
correspondencia que formaban una especie de grupo, de
miniorganización, que defendía las ideas revolucionarias dentro de
las grandes organizaciones abiertas, legales y hasta electoralistas.
O
sea, en la decisiva práctica cotidiana, ambos revolucionarios apenas
dejaron de estar integrados de algún modo con formas organizativas
específicas, más o menos pequeñas pero muy conscientes y muy
preparadas teóricamente. Formas organizativas que las policías
intentaban desmantelar o neutralizar, para lo cual no dudaban en
infiltrar policías en la misma casa de la familia Marx. Por su
parte, Engels mantenía relaciones con la resistencia armada
irlandesa en Inglaterra, lo que le obligaba a actuar con mucha
cautela. Gracias a la seriedad organizativa, pudieron, por ejemplo,
ayudar muy eficazmente pasando de manera clandestina pasaportes
británicos a París salvando la vida de revolucionarios que iban a
ser fusilados en 1871. Sin una organización segura, eficiente y
preparada, lo que requiere tiempo y teoría, nunca lo hubieran
logrado, del mismo modo que tampoco hubieran podido extraer de Berlín
información muy confidencial e importante y pasarla a los
revolucionarios parisinos.
Estos
y otros ejemplos muestran que Marx y Engels nunca negaron el papel de
la organización, y siempre exigieron que los miembros de estas
tuvieran espíritu crítico y autocrítico, que no fueran sumisos a
los dirigentes, que no idolatraran la autoridad interna.
Comprendieron en 1850 que la burguesía había superado la crisis de
1848-1849 y que las luchas tenderían a la baja, siendo más
fácilmente integradas por la burguesía hasta que no estallase otra
crisis económica y política que recuperara la conciencia de las
masas. Y se dedicaron con férrea determinación militante,
sistemática y muy exigente, al estudio del capitalismo, a la
elaboración teórica y a la difusión lo más masiva y pedagógica
de sus descubrimientos teóricos y tesis políticas entre las clases
explotadas. Con esto adelantaban una de las supuestas «invenciones»
de Lenin: uno de los objetivos de la organización revolucionaria es
la de mantener viva y actualizada la teoría marxista sobre todo en
los momentos de «paz social», de «normalidad», cuando parece que
ha vencido el capitalismo y que hasta ha «desaparecido la lucha de
clases», porque tarde o temprano, aunque inevitablemente, volverán
a estallar crisis socioeconómicas y políticas, crisis que
facilitarán la recuperación de la lucha de clases. En esos
momentos, incluso antes, la organización revolucionaria tiene que
tener ya preparada a su militancia para que sea la primera en dar
respuestas, en explicar el por qué de las crisis y sus responsables
y en proponer soluciones, en suma, una militancia que vaya en la
práctica un poco por delante del nivel medio de conciencia de las
masas explotadas, y que vaya también algo más adelante que estas en
el nivel de formación teórica y perspectiva histórico-política, o
sea, que sea en verdad una vanguardia que ilumina el presente y el
futuro.
Las
diferentes distancias de las masas que debe mantener la militancia no
quieren decir que esté «fuera» de estas. Otra de las deliberadas
tergiversaciones que se hacen de Lenin es esta precisamente, el
sostener que la organización de vanguardia ha de actuar al margen,
por encima y desde el exterior a las masas. Lenin ni ningún marxista
han dicho esto nunca, siempre han mantenido que la lucha de clases es
una totalidad en la que la militancia ha de actuar inserta como «el
pez en el agua», al decir de Mao, viviendo con y entre las clases
explotadas, pero sabiendo aplicar las tácticas adecuadas a casa
situación, no confundiéndolas ni mezclándolas, y sabiendo que el
mejor método concienciador es la pedagogía del ejemplo práctico,
al decir del Che. La militancia ha de saber que no puede aplicar la
misma intensidad y exigir el mismo esfuerzo a una asamblea de barrio,
de fábrica, etcétera, en la que participan muchos sectores con
grandes desniveles internos, que a un colectivo de lucha cultural
progresista, a una asociación por los derechos humanos, a un grupo
de trabajadores sindicados que quieren ser admitidos en la
organización revolucionaria, y un largo etcétera.
Marx
y Engels eran muy conscientes de los desniveles entre las masas
explotadas y por eso simultaneaban varios métodos de concienciación
y de enseñanza para facilitar la rápida difusión del socialismo.
Unas veces escribían textos muy sencillos y cortos; otras,
brillantes análisis coyunturales de fácil comprensión y difusión;
no faltaba una extensa correspondencia epistolar con muchos grupos y
personas que facilitaba la difusión de sus ideas, sin olvidarnos de
los densos, largos y rigurosos textos de la crítica teórica del
capital, e intentaban que incluso estos imprescindibles estudios
pudieran ser asimilados por las masas aunque reconocían las
dificultades. La burguesía europea temía esta multiplicidad de
métodos y hacía lo imposible por impedirlo, como era estorbando lo
más posible las ediciones de El
Capital.
La
teoría bolchevique de la organización llevó todas estas lecciones
previas a un grado superior debido tanto a las condiciones represivas
en Rusia como a su complejidad interna, el hecho de que conviviera un
pequeño núcleo proletario muy modernizado en medio de una enorme
masa campesina que justo acababa de salir de la servidumbre, pero que
todavía estaba minada por el analfabetismo, todo ello en un
impresionante mosaico de naciones y pueblos oprimidos, de culturas
muy diferenciadas en su grado de evolución, religión y creencias,
etcétera.
Y
sobre todo terminó de dar coherencia ética a una realidad que se
iba viendo en la experiencia europea en general, pero que en las
condiciones rusas adquiría una gravedad decisiva: sin una relación
permanente y directa con las organizaciones revolucionarias que
aportaban una teoría política precisa, las masas explotadas,
abandonadas a su situación, no podían apenas superar el nivel de la
mera conciencia reformista, de la lucha por la reforma salarial y por
algún derecho elemental y básico, pero nada más. Es cierto que
sectores muy concretos de las clases explotadas pueden avanzar a una
teoría política que demuestre la necesidad de orientar todas las
luchas concretas hacia la toma del poder, hacia la destrucción del
Estado burgués y la creación del Estado obrero. Pero la historia
muestra que estos grupos son reducidos, y que la mayoría de las
clases explotadas pueden dar una gran batalla espontánea, dura
incluso, pero que más temprano que tarde esa espontaneidad se diluye
en la pasividad y hasta en el derrotismo.
La
teoría bolchevique de la organización retoma aquí la experiencia
anterior y demuestra que la vanguardia comunista debe aportar una
teoría política revolucionaria que se ha formado como teoría
política, «fuera» de la limitada conciencia economicista,
reformista y espontaneísta de las masas, pero a la vez,
dialécticamente, «dentro» de la totalidad del movimiento obrero y
popular. Se está «fuera» de la ideología economicista porque ésta
es superada, criticada por la teoría política que demuestra que la
lucha obrera y popular ha de superar el restringido marco de la
fábrica para dirigirse decididamente a la toma del poder político.
Está, por ello, «fuera» de la conciencia espontánea de las masas,
pero a la vez, por cuanto es una visión teórica profunda, está
«dentro» del movimiento obrero y popular en su conjunto.
La
vulgar crítica a Lenin en el sentido de que despreciaba a las masas,
de que defendía una élite dirigista exterior, una especie de nuevos
Iluminati,
esta
crítica simplemente ignora o tergiversa la dialéctica de la
totalidad capitalista y de sus partes internas. La teoría de la
organización revolucionaria se sustenta precisamente en esta
dialéctica que le permite intervenir de los diversos niveles
desiguales de conciencia y de lucha, aportando una visión combinada
de la lucha socialista. Esta precisión es básica para comprender la
necesidad de la organización como fuerza práctica y teórica
interna al pueblo trabajador, incrustada en sus entrañas pero que
desde ese interior realiza una aportación decisiva que supera las
limitaciones reformistas y economicistas, o a lo sumo espontáneas,
de las masas explotadas.
En
las naciones oprimidas, como la vasca, la necesidad de la
organización se refuerza porque el Estado ocupante añade un
componente específico que no existe en un pueblo libre: la negación
de la identidad nacional y la imposición de otra diferente.
Semejante realidad cotidiana hace que el denominado «factor
subjetivo» adquiera una importancia cualitativamente diferente, lo
que a su vez repercute en la teoría y en la práctica de la
organización revolucionaria. En un pueblo oprimido nacionalmente, el
Estado ocupante interviene con todos los recursos disponibles, de
forma abierta u oculta, y también abierta y oculta a la vez, en todo
momento. La organización revolucionaria ha de ser consciente de esta
permanente opresión estatal, múltiple, variada y polifacética,
pero interrelacionada y centralizada por el Estado ocupante, no sólo
por la burguesía autóctona.
Por
último, lo anterior nos conduce a una cuestión urgente ante la que
las organizaciones, las que fueran, deben redoblar sus esfuerzos.
Hablamos de la lucha sistemática e implacable contra el universo
compuesto por la alienación, la reificación y el fetichismo, que no
podemos exponer ahora en detalle, pero que es uno de los más
demoledores medios de desintegración de la conciencia humana para
rebajarla al rango de pasividad sumisa y súbdita. La lucha contra la
alienación no puede ser dejada sólo en manos de la lucha cultural,
política, económica, etcétera, que son necesarias en sí mismas.
La experiencia muestra que cada vez más la alienación crece
impulsada por el Estado burgués, además de por las causas endógenas
inherentes al capitalismo. Y cuanto el Estado interviene, las clases
explotas y las naciones oprimidas deben perfeccionar al máximo sus
sistemas organizativos, diversificarlos y ramificarlos, extenderlos
por la sociedad entera. Si siempre la lucha contra la alienación ha
necesitado de la praxis colectiva organizada, ahora, en el
capitalismo actual, tal necesidad es imperiosa, urgente y decisiva,
por lo que la teoría de la organización de vanguardia ha de asumir
como vital este nuevo campo de batalla.
Boltxe:
Hablando
de Euskal Herria, hablas de «fases», esas fases son unas etapas
definidas?
Iñaki
Gil de San Vicente: La
tesis de las fases revolucionarias es muy peligrosa si no se
interpreta dialécticamente, es decir, si no dejamos claro que se
trata de un proceso revolucionario permanente, que sin embargo sufre
avances y retrocesos, detenciones y derrotas. Ya hemos hablado de
este tema en la respuesta a la pregunta anterior sobre el comunismo,
pero ahora vuelvo sobre lo mismo en el plano específico de Euskal
Herria porque además preguntáis si esas fases son «etapas
definidas». Las fase en un proceso nunca puede ser «etapas
definidas» si no es a grandes rasgos, en un primer momento, y si no
somos capaces de descubrir el surgimiento de lo nuevo, que marca el
salto a otra fase. En la lucha de liberación nacional de clase y
antipatriarcal, como la nuestra, el punto crítico que delimita el
salto de una fase a otra es la cuestión del poder: ¿hemos aumentado
el poder del pueblo en temas concretos y factibles mediante el
ascenso de la fase anterior a la nueva, o no, o incluso hemos
retrocedido, hemos perdido poder popular?
Desde
una perspectiva reformista puede creerse que el punto central que
define el salto de una fase a otra es la acumulación cuantitativa de
votos y de representatividad parlamentaria. Pero, como siempre, el
reformismo se equivoca porque el sistema capitalista es perfectamente
capaz de anular o integrar el aumento cuantitativo en votos y la
acción parlamentarista si ambos no están insertos en una política
general destinada a aumentar el poder popular en la práctica, en la
calle, en las fábricas, ayuntamientos, escuelas… Tengamos en
cuenta que el sistema parlamentario electoralista es una invención
de la democracia burguesa. Es verdad que el capital ha tenido que
ceder al pueblo derechos democráticos elementales debido a las
luchas de éste, y nunca por voluntad burguesa, y es verdad que la
democracia capitalista abre más posibilidades de acción política
que las dictaduras, pero siendo esto cierto, también lo es que la
clase dominante ha desarrollado otros instrumentos propios,
exclusivos de ella, que anulan los derechos que no ha tenido más
remedio que conceder, de modo que sigue haciendo lo que le da la gana
en las cuestiones decisivas para ella.
Desde
una política revolucionaria lo que define el paso de una fase a otra
es la ampliación del poder popular en el área concreta de que
hablemos, tanto en una asamblea vecinal, en una escuela, en una
fábrica o en la sociedad en su conjunto. Nunca debemos olvidar la
dinámica que engarza como fases de un proceso al contrapoder con el
poder popular pasando por el doble poder. Esta dinámica que vive en
cada lucha contra una opresión particular por desapercibida que
pase, sea opresión a nivel intrafamiliar y cotidiano, u opresión ya
sobre el pueblo entero, pasando por todas las intermedias. Hemos
hablado varias veces sobre qué es el contrapoder, el doble poder y
el poder popular, y ahora no vamos a repetirnos.
Por
tanto, definimos las fases en la lucha de liberación como los
períodos que van entre avance cualitativo en el aumento del poder
práctico del independentismo socialista. Sabemos que durante tiempo
tendremos que malvivir dentro de la dominación franco-española y
bajo la explotación capitalista, pero también sabemos que dentro de
esta realidad podemos y debemos ir construyendo pequeños islotes de
contrapoder popular, de movimientos, de autoorganizaciones
relativamente asentadas que no actúen sólo a la defensiva sino a la
ofensiva, que además de detener y hacer retroceder planes concretos
de la burguesía también y sobre todo logre avances
democrático-radicales que actúen a su vez como detonantes de otras
luchas más atrevidas, extensas e intensas.
Son
fases, por ejemplo, las que se mantienen mediante las luchas
municipales y forales allí donde el independentismo tiene fuerza
suficiente como para imponer programas insertos en la perspectiva de
construcción nacional. Pero estas fases dependen de los ciclos
electorales impuestos por el Estado español y francés, lo que
indica que al acabarse podemos perder esas conquistas, o sea, que
como en todo son fases reversibles, abiertas a la posibilidad de la
derrota y del retroceso.
Pero
hay fases más amplias y prolongadas, las que dependen de grandes
avances cualitativos en los derechos y libertades de la nación vasca
en general, y de la «nación trabajadora» vasca en concreto. Por
ejemplo, un avance que debiera seguir al de las instituciones
«menores» e «intermedias», a los ayuntamientos y diputaciones, es
el de las instituciones «mayores» como el gobierno vasco, y sobre
todo del poder institucional imprescindible: el Estado independiente.
Son fases que, como todas, se irían conquistando en la medida en que
avancemos en la posesión de los poderes que esas instituciones
tienen. Pero son por eso mismo fases y poderes muy inestables e
inseguros ya que, en última instancia, corresponden a instituciones
dependientes de los Estados opresores e integrados en su orden
material y simbólico, es decir, que componentes de la estructura de
opresión nacional.
Los
verdaderos avances cualitativos deben medirse por el aumento del
poder independiente del pueblo trabajador vasco, es decir, son los
saltos en las fases de constitución de la «nación trabajadora»
vasca que también ha de recurrir a las instituciones burguesas y
extranjeras, pero usándolas en su provecho y no dejándose absorber
por ellas. Por ejemplo, las fases de construcción del poder popular
que se autoorganice fuera de las instituciones oficiales que se vayan
conquistando como garantía externa e irreductible, y que más
adelante exista sobre todo fuera del Estado vasco como instrumento,
arma y garantía del pueblo trabajador para impedir la tendencia
objetiva a su degeneración burocrática.
En
realidad, no existe ningún avance cualitativo irreversible, ni
siquiera el de la independencia nacional con un fuerte contenido
socialista es irreversible porque todo lo social está sujeto al
desenlace de la permanente lucha de clases, al menos hasta que estas
desaparezcan además de en su realidad material sobre todo y
fundamentalmente en el componente irracional de la estructura
psíquica humana. Debemos tener esta certidumbre para no reproducir
los garrafales errores del determinismo mecanicista, que han llevado
a muchos pueblos a dormirse en los laureles de lo ya conquistado,
creyéndose definitivamente a salvo del monstruo capitalista.
Boltxe:
Igualmente
al hablar de Euskal Herria hablas de la necesidad de la Revolución
Democrática Nacional. ¿Nos lo puedes precisar?
Iñaki
Gil de San Vicente: Yo
no hablo de una Revolución Democrático Nacional, yo he firmado un
texto con otra persona en el que se habla de ese concepto y en un
texto firmado por mí se reconoce que algunos denominan a la fase
actual de la lucha de liberación como Revolución Democrático
Nacional. Sobre este particular tengo que decir tres cosas. La
primera es que existe en algunos ámbitos la costumbre de utilizar
conceptos sin tener en cuenta su origen y su contenido y carga
teórica, es decir, sin pararse a pensar quienes los elaboraron, en
qué contexto y para qué objetivos. Podríamos extendernos en
ejemplos de términos que se usan sin adecuación crítica alguna muy
recientemente en sectores de la izquierda abertzale -usar la tesis
económico-burguesa de los tres sectores ideada por C. Clark en 1940;
usar el concepto neoliberal de capital humano ideado entre 1950-1960
por T. Schultz y G. Becker; reactivar el término aristotélico de
autoridad y el bíblico de jerarquía, etcétera- , y que por ello
mismo fortalecen sin quererlo la ideología burguesa.
Lo
segundo es que los ejemplos son inacabables. Una vez que rompemos la
praxis entre el rigor político y el rigor teórico, separando y
hasta enfrentando la realidad con las palabras, entonces empezamos a
deslizarnos sin quererlo por la cuesta abajo de la aceptación de la
ideología dominante. Esto es debido a que pensamos con conceptos que
son los enlaces que nos explican cómo se relacionan en la realidad
objetiva los diferentes procesos en permanente interacción, choque
mutuo y complejización creciente. Si dejamos de usar los conceptos
científicos y las categorías filosóficas que nos remiten una y
otra vez a las contradicciones irreconciliables que definen la
esencia del capitalismo, y pasamos a usar otros que sólo reflejan
algunos de sus aspectos formales, precisamente los menos duros y los
más aceptables por la ideología burguesa, si hacemos esto, más
temprano que tarde terminaremos claudicando ante la síntesis social
dominante. Una vez rota la unidad de la praxis, se inicia la caída
en el orden del capital.
Y
lo tercero es que en el caso concreto de la tesis sobre la Revolución
Democrático Nacional hay que ser especialmente exigentes porque fue
creada para la lucha de liberación en China, con un campesinado que
suponía en 1949 nada menos que el 90% de la economía en sí, con
una base industrial muy reducida, como indica el propio Mao. Luego,
este concepto se ha empleado en otras luchas en sociedades
mayoritariamente campesinas y sobre todo sin la historia
específicamente capitalista que marca la historia vasca desde el
siglo XV, como mínimo, y nuestro presente. Corremos el riesgo de
trasplantar inconscientemente, con mucha ligereza, a la Euskal Herria
actual una visión eurocéntrica de las luchas en China, Perú,
México e incluso en momentos en Cuba, por citar algunos casos.
En
el fondo, de lo que se está hablando es de la política de alianzas,
un problema clásico que aparece ya expuesto de forma rigurosa en el
Manifiesto
del Partido Comunista desde
su primera edición en 1848. Luego, sus autores intentaban
contextualizar la obra cada vez que se editaba de nuevo, actualizando
sus partes decisivas en la medida de lo posible, prestando especial
atención a la adecuación de la política de alianzas teniendo en
cuenta los cambios espacio-temporales que se producían. Este
principio básico del marxismo -el análisis concreto de la realidad
concreta, al decir de Lenin- , y del método de pensamiento
científico-crítico en sí, es arrinconado cuando la política de
alianzas se justifica no con conceptos adecuados al presente de cada
país, sino con interpretaciones abstractas de realidades muy
distantes en el tiempo y en el espacio.
No
estoy contra el concepto en sí, porque antes de tomar postura debo
analizarlo y ubicarlo, y todavía no lo he hecho de forma definitiva.
Sí estoy en contra de la toda ligereza en este sentido.
Boltxe:
¿Se
puede avanzar al socialismo a partir de espacios de poder
institucional? ¿Qué papel jugarían los movimientos populares?
Iñaki
Gil de San Vicente: Los
espacios de poder institucional hoy existentes están minados por la
contradicción que recorre a la democracia burguesa extremadamente
debilitada que padecemos, y que cada día está más golpeada por la
misma burguesía. Esta contradicción consiste en que, por un lado,
todo poder institucional pertenece al capital y a su Estado, es una
emanación concreta del poder del capital, un tentáculo suyo. Pero
por otro lado, la burguesía tuvo que ceder algunas reformas, hacer
algunas concesiones, abrir espacios de poder muy restringido a la
participación de las masas, debido al empuje de éstas. Sobre esto
ya hemos dicho algo arriba.
Debemos
ahondar esa contradicción, debemos llevarla a su límite
insoportable para mostrar a los sectores populares menos
concienciados, más atados al reformismo inherente a la visión
economicista, que tarde o temprano chocaremos con la oposición
burguesa, que se hará tanto más salvaje conforme avancemos hacia
nuestros objetivos. Si nos fijamos en la historia de la lucha de
clases, la creencia de que el socialismo se podía ir construyendo
paulatinamente dentro del capitalismo hasta terminar desbordándolo
de forma pacífica y «ordenada», sin violencias, está presente en
dos de las tres grandes corrientes internas de la socialdemocracia
desde finales del siglo XIX: la del reformismo notorio y público,
representada por Bernstein, y la del reformismo oculto y disimulado,
representada por Kautsky algo más tarde.
Una
tesis que llegó a unificarles era precisamente la de que los
pequeños aumentos cuantitativos en votos, en presencia electoral e
institucional, en normalización civil, en presencia corriente en la
vida cultural y social tras una temporada de ilegalización y
represión, de grandes movilizaciones pacíficas y respetuosas con la
ley burguesa, de presión economicista y reformista sindical
exclusivamente por los canales legales, estos y otros «pequeños
avances tácticos» iban acercando el socialismo. Según esta tesis
el aumento en fuerza política institucional y de masas terminaría
por convencer a la clase explotadora de que debía resignarse al
avance de la mayoría, iniciando un proceso político de cesión
ordenada de su poder estatal que iría pasando paulatinamente al
proletariado. Llegaría así de manera casi imperceptible el momento
en el que el socialismo dominaría sobre el capitalismo.
Este
esquema se rompía directamente con cuatro fundamentos clásicos del
marxismo: uno, con la teoría de la explotación asalariada, de la
plusvalía, de la ley del valor, etcétera, aceptándose los
principios de la economía neoclásica o marginalista, de la que más
tarde surgiría el actual neoliberalismo. Dos, la teoría del Estado
como instrumento de explotación de una clase por otra, como
instrumento de terror burgués y como pieza clave en y para la
economía capitalista, imponiéndose la creencia de que el Estado es
un instrumento neutral o al menos, de que puede aceptar pacíficamente
las reivindicaciones radicales del pueblo. Tres, la teoría marxista
del conocimiento, la dialéctica materialista que insiste en la
unidad y lucha permanente de los contrarios antagónicos, aceptándose
variantes del kantismo, que minimiza la dialéctica o la niega. Y
cuatro, la ética marxista que reconoce el derecho a la resistencia a
la opresión, aceptándose variantes de la ética kantiana que
rechaza abierta o indirectamente este derecho elemental.
De
alguna forma, las cuatro rupturas entre marxismo y reformismo señalan
puntos de aceptación del gradualismo mecanicista que cree que el
socialismo puede irse construyendo lenta y pausadamente dentro del
capitalismo, hasta que se imponga pacíficamente. Sin embargo esto es
imposible, aunque en la teoría marxista se reconoce la remota
posibilidad en condiciones excepcionales y muy pasajeras de un avance
pacífico al socialismo, esta misma teoría sostiene que la historia
no confirma esta rareza, que lo más que probable, casi seguro es que
la burguesía resista con una violencia inhumana y que por tanto hay
que prepararse para lo peor, siendo por tanto necesario concienciarse
de la necesidad de la dictadura del proletariado, que es lo mismo que
decir de la necesidad de la democracia socialista. Más aún, la
experiencia reciente confirma la teoría marxista de la violencia
como partera de la historia, partera del nuevo modo de producción
que se impone sobre el viejo, según hemos visto al estudiar las
características de los períodos de transición.
Desde
esta perspectiva realista y consciente, los movimientos populares
tienen la cuádruple misión de, primero, ayudar al pueblo trabajador
a luchar en todas aquellas explotaciones e injusticias que superan
los marcos laborales, la explotación patriarco-burguesa, y la
dominación del poder adulto, es decir, a extender la resistencia
popular en todos los aspectos de la vida cotidiana que sufren formas
de explotación «exteriores» al movimiento obrero, al movimiento
feminista y al movimiento juvenil. Por «exteriores» queremos decir
opresiones que se desarrollan «fuera» de la fábrica, del domicilio
y de trabajo femenino asalariado, y de la vivencialidad juvenil, pero
que a la vez y obligatoriamente, están dentro de la totalidad
capitalista, dentro de la totalidad de la lucha de clases.
Segundo,
organizarse horizontal y democráticamente para coordinar todos los
movimientos populares entre sí, y también con el movimiento
feminista, juvenil y obrero. En los pueblos oprimidos nacionalmente,
el movimiento popular tiene la tarea de insertar a estas
coordinaciones y a las luchas concretas en las que se desenvuelve en
una visión totalizante pero flexible de la opresión nacional que
determina el contenido y la forma de la vida social en su conjunto.
Esta perspectiva nacional la desarrollan las mujeres, la juventud,
los obreros, etcétera, pero los movimientos populares pueden y deben
llevarla a todos los rincones de la vida colectiva e individual,
desde la lucha en los barrios hasta el urbanismo a gran escala, desde
el deporte vecinal hasta una política de deporte no mercantilizado,
desde la lucha contra la droga hasta un sistema sanitario público y
gratuito, y así un inacabable etcétera.
Tercero,
tienen la función doble de, por un lado, elaborar alternativas
concretas a sus problemas partiendo de sus conocimiento a pie de
calle, de sus experiencias y de su capacidad de movilización de los
sectores menos concienciados, lo que les obliga a mantener una
independencia efectiva con respecto a otras organizaciones,
especialmente con respecto a los grupúsculos sectarios que deliran
en constituirse en «partidos de vanguardia» y con respecto a los
partidos dirigistas y más o menos burocratizados que tienen por su
misma concepción a controlar las iniciativas de los movimientos,
rebajándolos a simples correas de transmisión vertical de las
órdenes de la cúpula burocrática. Es decir, los movimientos han de
ser una fuerza antiburocrática basada en la democracia socialista.
Y
cuarto y último, irse constituyendo como embrión del poder popular
a partir de los contrapoderes y de las situaciones de doble poder, de
manera que, por un lado, sean capaces de movilizar a crecientes
sectores del pueblo trabajador alrededor de reivindicaciones
concretas vitales y, por otro lado, sean capaces de movilizar esas
masas en los momentos críticos, cuando se ha de saltar de una fase
de poder conquistado ya a otra fase de más poder a punto de ser
conquistado, de manera que sean las más amplias masas de la «nación
trabajadora» las que intervengan en la calle. Una de las finalidades
del movimiento popular es, obviamente, la de erradicar cualquier
pretensión burguesa de reactivar el neofascismo y el fascismo de
masas. Pero estas últimas tareas han de confluir en otra tanto o más
decisiva, crear y ampliar el movimiento popular que esté fuera del
Estado obrero y que actúe como garante que impida su tendencia a la
burocratización y que le fuerce a seguir con su proceso de
autoextinción. En este sentido, el movimiento popular es lo mismo
que el poder soviético y consejista en su ámbito de la
cotidianeidad del pueblo trabajador.
Boltxe:
¿Hablando
de la crisis capitalista y el recorte de conquistas obreras y de
libertades, ¿Hasta donde crees que va a llegar el Estado burgués y
el capitalismo? ¿Crees que hay una salida de la crisis dentro del
capitalismo?
Iñaki
Gil de San Vicente: Sobre
la crisis capitalista hay que decir que, como siempre, se benefician
determinadas fracciones del capital, especialmente la
financiero-industrial de altas tecnologías, como la militar por
ejemplo y otras. Es un error hablar sólo de capital financiero.
Desde hace tiempo y cada vez más las grandes empresas tienen sus
departamentos financieros, sus conexiones con la gran banca, al igual
que los grandes bancos tienen sus áreas industriales y de servicios,
en las que invierten sus capitales. A grandes rasgos, el capitalismo
actual está regido por una fracción financiero-industrial
estrechamente relacionada con la economía ilegal. Este segundo
componente, cada vez más importante, no puede obviarse porque la
economía ilegal -la economía sumergida, gris, criminal, corrupta,
mafiosas o como queramos denominarla- aumenta precisamente debido a
las crecientes dificultades para la obtención de beneficio.
A
la vez, esta fracción financiero-industrial con relaciones mafiosas
depende de sus respectivos Estado-cuna. No es cierto que todo el
capital sea transnacional y sea apátrida. Siendo cierto que el
mercado es mundial, que la ley del valor-trabajo funciona
mundialmente y que las inconcebibles masas de capital-ficticio,
dinero electrónico, etcétera, se mueven a la velocidad de la luz
por todo el planeta, siendo esto cierto, sin embargo todas las
burguesías necesitan de sus respectivos Estados como espacios de
acumulación segura de parte de sus ganancias. Y las grandes
burguesías necesitan de sus grandes Estados, de sus leyes
protectoras, de sus bancos centrales, de sus fuerzas armadas. La
agudización de todas las contradicciones que afectan al capitalismo
hace que las clases dominantes adecuen sus respectivos Estados a las
nuevas circunstancias.
Debíamos
precisar estas cuestiones previas para saber a qué están dispuestas
las burguesías en la actualidad. Y están dispuestas prácticamente
a todo, es decir, los Estados imperialistas tienen planes
actualizados para diversas guerras con las que garantizar los
recursos energéticos cada vez más escasos. Además tienen planes
represivos actualizados para derrotar las luchas obreras y populares
en el centro imperialista. Tampoco les faltan planes para idiotizar y
alienar aún más a sus pueblos para que apoyen sus atroces políticas
externas, o para que permanezcan indiferentes ante problemas
inhumanos como el hambre y la pobreza en aumento, las enfermedades en
aumento, el uso de la comida como arma biológica de chantaje y
opresión, etcétera. Y no debemos olvidar que tienen planes para
seguir apoyando a las fracciones más poderosas de sus burguesías a
costa de las más débiles y obsoletas, de otras burguesías y de la
humanidad en su conjunto.
Para
todo esto las burguesías necesitan a sus Estados porque sólo
mediante este instrumento pueden imponer su salida a la crisis
actual. ¿Hay por tanto «salida» a la crisis? Sí y no. Hay salida
si se reduce la crisis a un momento puntual, relativamente largo, de
caída de la tasa de beneficios, de dificultades serias para la
acumulación ampliada, de aumento de las tensiones sociales y del
malestar en todos los sentidos, de deslegitimación creciente del
sistema, etcétera. Si entendemos esto por crisis, y en parte lo es,
entonces sí hay salida a esta forma de definir la crisis porque
tarde o temprano la economía empezará a recuperarse un poco, sólo
un poco, e inmediatamente la prensa y el reformismo gritarán de
contento diciendo que ya germinan «brotes verdes» y sectores de las
clases explotadas se lo creerán o por miedo y egoísmo, o por
cansancio, abandonarán cualquier lucha, reforzando así al sistema e
insuflándole un poco de vida.
Esta
posibilidad es real y no debemos descartarla en absoluto. Una parte
de la izquierda revolucionaria ha sido y es catastrofista, ha pensado
y piensa que por fin el sistema ha llegado a su punto de derrumbe
inevitable. Pero el problema es mucho más grave. El capitalismo no
muere si no se le mata mediante una tenaz y sostenida lucha de clases
a nivel mundial. Y es aquí en donde es decisiva la segunda parte de
la respuesta. La crisis no tiene salida si por crisis entendemos la
contradicción irresoluble que mina al capitalismo en su misma
esencia, en su entraña. La crisis es el capitalismo en sí, y el
capitalismo es la crisis en sí, pero de forma latente, activa en su
interior pero no visible en su exterior más que en sus estallidos
más demoledores.
La
burguesía muy probablemente logrará contener durante un tiempo la
crisis del sistema en su actual forma de expresión, pero no logrará
nunca impedir definitivamente la reaparición de crisis cada vez más
graves y más dañinas, cada vez con menos intervalo entre ellas.
Debemos utilizar siempre esta visión dialéctica de las crisis
concretas y de la crisis como necesitad objetiva que reaparece
siempre, para entender la lucha de clases, la importancia de las
luchas de liberación y la importancia de la filosofía y la ética
marxistas en la definición del sentido del ideal de vida como
realización de la praxis revolucionaria.
Con
el tiempo, el capitalismo malvivirá en una especie de crisis
permanente, en la que los Estados activarán todos sus instrumentos
de terror, control e intervención socioeconómica para salvar su
sistema porque éste, por sí mismo, abandonado a sus solas fuerzas
económicas, ya no podrá existir. La tendencia nítida y acelerada
hacia la destrucción de la democracia-burguesa por la propia
burguesía y hacia la instauración de regímenes autoritarios,
tendencia ya iniciada en la mitad del siglo XIX, va materializándose
debido a la imparable agudización de las contradicciones
irresolubles del capital. A comienzos de la década de 1920, Lukács
habló de la «actualidad de la revolución» como una de las
aportaciones decisivas de Lenin y como un principio básico para
entender la teoría bolchevique de la organización de vanguardia. El
siglo casi transcurrido desde entonces hasta ahora ha validado esta
tesis -y otras en el mismo sentido- que expresada vulgarmente
sostiene que es urgente activar las fuerzas subjetivas, la conciencia
revolucionaria organizada en fuerza material de masas que actúe como
el sepulturero del capital.
Boltxe:
El
día 29 hay convocada una greba orokorra en Euskal Herria, ¿Piensas
que Euskal Herria esta preparada para darle continuidad a esta pelea
y que esta fecha no sea sino el principio de una lucha
anticapitalista vasca?
Iñaki
Gil de San Vicente: Voy
a responder a esta pregunta desarrollando tres puntos. El primero
explica por qué soy más partidario de hablar de lucha de clases
socialista, que no anticapitalista, porque la lucha socialista se
reivindica de una tradición rica y compleja, contradictoria, pero
muy amplia en matices teóricos y en propuestas concretas que debemos
recuperar y adecuar. La lucha anticapitalista también tiene un
pasado incluso anterior a la socialista, por ejemplo el movimiento
luddita inglés y otras luchas sociales de inicios del siglo XIX,
pero sin embargo adolece de una menor riqueza y amplitud
programática. Pienso que cuando se abandona el nombre de socialismo
y se adopta el de anticapitalismo se está produciendo un retroceso
político y teórico, al igual que cuando se abandona la teoría de
las clases y se acepta la de la ciudadanía o la multitud, o se
abandona la política de alianzas obrera y popular y se cae en el
verborrea sobre la sociedad civil, o se desprecia la unidad
sustantiva entre la dictadura del proletariado y la democracia
socialista, y entre la dictadura burguesa y su democracia de clase y
se pasa a hablar de democracia en abstracto, o se abandona la
dialéctica materialista y se retrocede a alguna forma de
neokantismo, o se abandona el ateísmo militante y se retrocede al
agnosticismo, etcétera.
Me
parece que son más que sutiles cambios de terminología para, según
dicen, adaptarse a las circunstancias, a los nuevos tiempos, para no
asustar a las masas, para ser mejor entendido por la supuesta
burguesía democrática, etcétera. En la mayoría de los casos son
sutiles e imperceptibles cambios posteriores a un cambio anterior de
práctica política, de estrategia y hasta de objetivos. Ocurre que
no se puede mantener por mucho tiempo la contradicción entre lo que
se hace y lo que se dice, entre el giro lento o rápido al reformismo
y el lenguaje revolucionario anterior. Este contraste es negativo
para la acumulación electoralista, para la suma de votos y para ser
aceptado en los salones del poder, y como es lógico entonces se
termina abandonando el rigor teórico para deslizarse por la facilona
superficialidad democraticista.
Por
rigor teórico hay que entender también la coherencia política
revolucionaria. Ambas van unidas en la praxis. No puede haber rigor
teórico sin coherencia revolucionaria y viceversa. Forman una
unidad. Pues bien, en el plano de la teoría, el rigor consiste en el
uso de conceptos radicales, los que han penetrado en la esencia de la
explotación y la sacan a la superficie de la acción revolucionaria.
En el plano de la acción política, el rigor consiste en la práctica
de masas del contenido revolucionario que esos conceptos radicales
sacan a la luz. Cuando usamos el concepto de explotación asalariada,
de plusvalía y de ley del valor-trabajo, por ejemplo, decimos
abiertamente lucha revolucionaria de clases, necesidad del control
obrero y popular, necesidad de recuperar las fábricas cerradas y de
crear cooperativas de producción y de consumo insertas en la vida
cotidiana del pueblo trabajador mediante una conexión práctica
diaria entre el movimiento obrero y los movimientos populares,
juveniles, feministas, etcétera, y en síntesis, hablamos del poder
popular, de la toma del Estado burgués, de su profunda depuración y
de la creación simultánea de un Estado obrero e independiente, si
se trata de una nación trabajadora oprimida.
Hemos
hablado arriba sobre la importancia decisiva del rigor teórico en el
uso de los conceptos que deben facilitarnos la lucha revolucionaria
en un sistema opaco y oscuro, que invierte la realidad y hace que
creamos que la causa es el efecto, y que lo superficial es la única
realidad que existe. Ahora nos remitimos a lo dicho arriba.
El
segundo punto explica que tenía que alargarme un poco en esta
explicación para hacer más comprensible el resto de la respuesta a
esta pregunta. En efecto, y empezando por el final, en Euskal Herria
la lucha anticapitalista es muy antigua. Existen datos del siglo XVI
sobre resistencias populares y campesinas a las pretensiones
burguesas de acaparar los bosques comunales para su floreciente
industria de armas, de barcos y de derivados del hierro. Podemos
retroceder algo más en el pasado si relacionamos las resistencias
populares y campesinas contra la burguesía comercial y usurera tanto
vasca como extranjera traída por algunos reyes para activar la
economía del país. Después, según crece el capitalismo surgen más
resistencias, motines, revueltas y hasta sublevaciones. Que no se
trata únicamente de las clásicas «revueltas por hambre», que
también en algunos casos, sino de luchas en las que actúa una
alianza popular y campesina, con fundamental participación de las
mujeres trabajadoras, lo tenemos en que el nombre en euskara que
termina imponiéndose es el de «matxinada», es decir, luchas de
matxines, de trabajadores asalariados en ferrerías y otras empresas.
A
lo largo de estos conflictos se van entretejiendo explicaciones
utópicas de una sociedad mejor con programas cada vez más realistas
de mejoras no sólo inmediatas y urgentes sino también a medio
plazo. Si bien es cierto que domina una visión presocialista y
utópica, no es menos cierto que ya para la mitad del siglo XIX
existe una base popular y obrera predispuesta a avanzar en una visión
protosocialista. Tenemos, por ejemplo, el impresionante efecto
concienciador de la letra del himno Gernikako
Arbola, de
Iparragirre en 1853, luchador internacionalista en primera línea de
las barricadas de 1848, perseguido por varias burguesías y
profundamente vasquista, letra tan progresista para su época que le
costó otro destierro. El ideario socialista se fue asentando gracias
a los primeros movimientos anarquistas y después gracias al
socialismo de fines del siglo XIX. La fusión entre estas visiones de
clase y la historia de lucha social autóctona sostenida desde el
pasado, como hemos visto, se realizaba en la vida cotidiana del
pueblo trabajador de la época de una forma tan natural que el mismo
Max Weber quedó impresionado dejando constancia de ello en sus
cartas durante el viaje que realizó por Euskal Herria a finales del
siglo XIX.
Sin
entrar ahora a mayores precisiones, podemos decir a grandes rasgos
que la formación del primer pueblo trabajador vasco en el sentido
socialista se inicia en 1890 y dura hasta la dictadura de Primo de
Rivera en 1923. Especialmente en su última subfase es cuando toma
cuerpo de manera irreversible el proceso que más tarde culminará en
el independentismo socialista. ¿Por qué decimos que acaba en 1923 y
no en 1937, como la truncada segunda fase? Pues porque la burguesía
vasca aprovecha la dictadura militar para intentar aplastar con la
ayuda del Estado español sobre todo a la parte del movimiento obrero
que va acercándose a la fusión del sentimiento nacional y del
social, y a la vez a los sectores más conscientes del nacionalismo
pequeño burgués y popular que no aceptan las claudicaciones de la
dirección burguesa del PNV. Es muy ilustrativo el comportamiento
proburgués y claramente imperialista español durante estos años de
dictadura militar del PSOE.
La
segunda fase es muy breve, de 1931 a 1937, con la derrota militar
frente al ejército internacional franquista que supone, en el fondo,
una verdadera invasión extranjera en apoyo a y apoyada por el bloque
de clases dominante en Hego Euskal Herria. La lucha socialista, no
sólo anticapitalista, tiene en esta fase dos hitos decisivos para la
posterioridad: la clara dinámica de acercamiento del nacionalismo
cada vez más radicalizado en lo social, con el socialismo marxista,
con el comunismo, cada vez más consciente de la opresión nacional
del pueblo trabajador, y la derrota de la insurrección de 1934.
Ambas lecciones se refuerzan con la apuesta reaccionaria de la
burguesía vasca y con el miedo creciente al socialismo y al
independentismo en ascenso de una parte apreciable de la dirección
del PNV.
En
julio de 1936 aparecen la Comuna de Donostia, y otros poderes
populares más localizados, que resiste hasta mediados de septiembre
de ese año, mientras que el PNV se escinde en trozos, optando varios
de ellos por sumarse a la rebelión franquista, otros, las bases de
masas de Gipuzkoa y Bizkaia, por defender la II República y un
tercer sector que podemos identificar con la dirección en estos
herrialdes, en espera de ver qué ofrecen los militares sublevados,
qué ofrece la II República y qué deciden las bases militantes. En
contra de la mentirosa versión histórica creada por el PNV, este
partido no movilizó todos los recursos disponibles y creables para
resistir hasta el final a la invasión franquista, que por ser
capitalista encontraba un apoyo muy efectivo en la burguesía
«nacionalista» vizcaína. Su ignominiosa y estúpida rendición de
Santoña anunciaba lo que sería el comportamiento básico de este
partido desde 1937 hasta ahora mismo.
La
tercera fase de lucha socialista, y de (re)creación del pueblo
trabajador que lo activa como sujeto colectivo liderado por la clase
obrera, se inicia en 1947 y se sostiene hasta la durísima ofensiva
capitalista de destrucción de la fracción industrial y
siderometalúrgica de la clase obrera vasca, desencadenada por el
PSOE en la mitad de la década de 1980, con el apoyo incondicional de
UPN y PNV, y la pasividad de otras fuerzas reformistas de
centro-izquierda, como EE. Los años de gloria popular y obrera se
vivieron entre 1966 y 1978, uniendo en la práctica la liberación de
clase con la liberación nacional. Pero casi desde el comienzo de los
años 70 el nacionalismo español del PSOE y del PCE empezará a
combatir el inaceptable e insoportable avance del independentismo
socialista en la clase trabajadora. El nacionalismo español
«progresista» endurecerá su contenido antidemocrático y burgués
conforme va cediendo a las exigencias tardo-franquistas y del
imperialismo, es decir, durante la «transición» de la dictadura
franquista descarnada, a la dictadura burguesa amparada en la
monarquía que Franco impuso.
Debemos
reseñar cuatro objetivos básicos del nacionalismo español
«progresista» desde 1978 y sobre todo desde 1982-1883, con la
llegada del PSOE al gobierno: uno, intentar cortar de raíz el
crecimiento de la conciencia independentista en el movimiento obrero
en su conjunto. Otro, unido al anterior, fue el de facilitar el
desmantelamiento industrial impuesto con especial saña en aquellas
empresas en las que la clase obrera destacaba por su combatividad
nacional de clase. Además, romper con la escisión reformista de EE
la unidad del independentismo socialista; y, por último, mediante el
Plan ZEN, los GAL y un largo etcétera, vencerla política y
militarmente interrelacionando todas las tácticas de la guerra de
baja intensidad y de contrainsurgencia internacional, desde el
terrorismo hasta la droga ilegal como arma de exterminio
psicosomático y físico de la juventud vasca.
El
tercero y último punto explica que nunca entenderemos la lucha
socialista en una nación oprimida si no integramos en ella el
accionar del Estado ocupante en cuanto centralizador estratégico del
capital en general y de las burguesías de las naciones oprimidas. En
el caso vasco, la fase de la lucha de clases de entre 1947 y 1984 fue
inseparable de la beligerancia del Estado español, como lo había
sido en el pasado y lo será en el futuro. Lo que el Estado buscaba
era, en síntesis, secar el océano en el que crecía el
independentismo socialista, es decir, destrozar a la clase
trabajadora en su centro mismo, en su fracción industrial mediante
el arrasamiento de su base reproductora. No es la primera vez que el
capital recurre a ese método. Ya lo empleó la burguesía italiana
contra el poderoso movimiento popular del norte de su Estado, contra
las formas de lucha armada, de insurgencia múltiple, por citar un
solo caso.
La
lucha socialista contra el capitalismo es, en un contexto de opresión
nacional, lucha socialista por la independencia, como ya quedó
patente en la segunda parte de la fase de 1947 a 1984, o sea a partir
de la mitad de los años 60 tanto con la V Asamblea como con el
crecimiento de la lucha de clases desde una perspectiva nacional
vasca. No se trata, por tanto, sólo de la forma de la lucha
socialista, sino fundamentalmente de su contenido, de su esencia.
Hasta ahora decíamos que la lucha de clases en Euskal Herria
adquiría la forma de lucha de liberación nacional. En realidad
tiene el contenido de lucha de liberación nacional. Es preciso dejar
claro este matiz tan fundamental. La forma concierne a lo externo,
pero el contenido concierne al fondo, a lo básico. Se trata de un
contenido de lucha nacional de clase porque es la clase trabajadora y
es el pueblo trabajador el eje decisorio, y porque la independencia
socialista es la única garantía de supervivencia de la nación
vasca.
Mientras
que en los pueblos que no sufren opresión nacional, es decir, los
que ya tienen un Estado nacional-burgués propio, independiente, la
lucha de clases sí tiene la forma nacional pero el contenido
internacional inherente al choque mundial entre el capital y el
trabajo, por el contrario en las naciones oprimidas, ocupadas
militarmente por un Estado extranjero, la lucha de clases tiene el
contenido de liberación nacional de clase mientras no asegure su
independencia. Es un contenido transitorio, que da un salto al
contenido internacionalista una vez lograda la libertad nacional
aunque sea formal, burguesa. Este criterio es decisivo para entender
la historia de la lucha de clases mundial desde la mitad del siglo
XIX.
Estas
lecciones innegables en Euskal Herria ya a mediados de la década de
1980, han quedado de nuevo reafirmadas en los hechos posteriores. La
siguiente fase de lucha socialista y de (re)composición del pueblo
trabajador empieza con tremendas dificultades y con lentitud desde
finales de la década de 1980, debido precisamente a la extrema
dureza del ataque anterior, y sobre todo al hecho de que ahora el
neoliberalismo supone un permanente intento de destrucción
fulminante de todo rebrote de resistencia. Pero la lucha de clases
nunca desaparece del todo, siempre se refugia en sus cuarteles de
invierno, a la espera de reaparecer. Tras la década de falsa
expansión económica, la de 1997-2007, la de la burbuja
financiero-inmobiliaria, la lucha socialista no tardó apenas en
asomar y en tomar la calle mediante tres huelgas generales sostenidas
entre 2009 y 2010. Y ahora vamos a por la cuarta huelga general.
La
tendencia histórica hacia la emergencia del contenido de clase de la
lucha de liberación nacional, que no únicamente de su forma, se
amplía con los acontecimientos que están sucediéndose a raíz de
la ofensiva de la euroalemania en contra de los Estados burgueses
formalmente independientes, sometidos a la crisis. La independencia
estatal burguesa ha desaparecido para la mayoría de los Estados de
la Unión Europea, excepto para muy pocos de ellos. El resto son
Estados burgueses tutelados, vigilados y controlados, sin
independencia económica efectiva, y por tanto sin independencia
política, aunque todavía con algo de independencia cultural, deben
obedecer a la euroalemania.
En
este contexto la cuarta huelga general vasca tiene ahora más
contenido de liberación nacional que nunca antes porque ahora la
opresión nacional no surge exclusivamente del capitalismo español,
que también, y que es el opresor decisivo y fundamental, sino a la
vez pero a otra escala del capitalismo europeo. Con la expansión y
centralización del euroimperialismo interno a la Unión Europea, la
liberación nacional vasca refuerza su contenido de clase. No puede
ser de otro modo cuando precisamente todas las burguesías débiles,
excepto la islandesa, aceptan sin pestañear el recorte de sus
soberanías propias, claudican ante las exigencias exteriores y
sacrifican a sus pueblos y reniegan de su sentimiento
nacional-burgués para no enfadar al capital financiero y a sus
Estados valedores.
Por
último, es este contenido nacional de clase el que explica la
necesidad de una creciente colaboración práctica entre el
movimiento obrero, el movimiento popular, el juvenil y el feminista.
La explotación capitalista actual no se realiza sólo en la fábrica
sino prácticamente en la totalidad de la vivencia cotidiana, aunque
no sea explotación asalaria directa. Esta realidad afecta directa e
indirectamente a la totalidad de la población que no tiene otro
recurso de supervivencia que su fuerza de trabajo. Las luchas
feministas, las populares y las juveniles, tienen ya una dependencia
innegable con y contra la lógica del capital. Por tanto, la lucha de
clases o más exactamente la lucha nacional de clase no puede
desarrollar toda su impresionante fuerza si no es a la vez lucha de
la mujer, de la juventud y de los movimientos populares.
Boltxe:
Para
terminar Iñaki, Hay luchas muy fuertes en Europa, América, por
ejemplo Grecia, Portugal... ¿No crees que el internacionalismo en
esta fase del capitalismo debe jugar un papel importante de coordinar
luchas en todo el mundo por el socialismo?
Iñaki
Gil de San Vicente: El
internacionalismo no debe sólo «coordinar luchas», lo cual sigue
siendo urgente, también debe hacer dos cosas más: debe coordinar y
provocar reflexiones teórico-críticas a escala mundial, y debe
crear organizaciones mundiales de apoyo revolucionario práctico.
Ambas cosas se hicieron con absoluta normalidad en el pasado, en el
siglo XIX sin retroceder hasta la lucha de clases desde el siglo XV
en adelante, o incluso más tarde. No se puede negar que ahora existe
una reflexión teórica mundializada de un alcance y variedad como
nunca había existido, pero pienso que debemos avanzar en una más
intensa coordinación para centrar algunos puntos críticos urgentes
en los que hacer especial insistencia.
Uno
de ellos es, por ejemplo, el de la denuncia del «imperialismo
humanitario», de esa descarada ingerencia criminal en los pueblos
díscolos al imperialismo, utilizando algunas de sus contradicciones
internas con la excusa de la «democracia» tal cual la define el
capital, para aplastarlos con una saña sádica que desborda todos
los supuestos «crímenes» de los que les acusa la industria
político-mediática capitalista. Y todo ello con el aplauso o el
silencio de la «izquierda» occidental. Otro es la aterradora
militarización pre-bélica mundial, ese 24% de aumento del gasto
militar internacional en el último lustro, teniendo en cuenta que el
capitalismo ha recurrido a las guerras mundiales para salir de sus
grandes crisis periódicas. Y por no extendernos, el último que
citamos ahora es el de la urgencia de demostrar que existe una
alternativa al imperialismo, que el socialismo como antesala del
comunismo es factible además de necesario.
Y
en cuanto a la creación de organizaciones internacionales de ayuda
práctica, tampoco hay mucho nuevo que decir. Ya existen múltiples
grupos y redes que se han ido asentando a raíz de la experiencia de
los foros sociales antiglobalización, incluso existen varias
Internacionales y formas de coordinación de fuerzas de izquierda.
Pero se echa en falta la reivindicación clara y explícita del
internacionalismo solidario activo, como en su tiempo fueron las
Brigadas Internacionales, el Socorro Rojo, etc. Mientras que el
imperialismo organiza ejércitos terroristas «civiles» y
«democráticos», los arma y los traslada a los países que quiere
aterrorizar y destrozar, y mientras la ONU y otras instituciones
directa o indirectamente al servicio del capital, legitiman estos
ataques y hasta los apoyan materialmente, los pueblos explotados y
sus izquierdas revolucionarias apenas nos movilizamos en la defensa
activa de los derechos masacrados.
Pues,
solo agradecerte el tiempo que nos has dado y tus respuestas.
Eskerrik asko, Iñaki, ya vemos que la faena que nos espera es
intensa, pero desde Boltxe estamos seguros que nuestro pueblo, Euskal
Herria, estará a la altura de lo que exige la actual fase y seguira
siendo un polo revolucionario importante en Europa y en el mundo.
Euskal
Herria, 27 de marzo de 2012
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