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El Manifiesto Comunista dejó huella. Sus páginas, devoradas con pasión por millones, influyeron de modo decisivo sobre la historia de la humanidad.
La actualidad de este texto abruma. Cuando todavía no estaban de moda
las palabras “globalización”, “mundialización” u otras similares, el
precursor Manifiesto Comunista aportó una visión totalizante de
la sociedad capitalista y de su historia. ¡En esa época no existían
internet, ni la televisión ni la radio!
Partida de nacimiento, acta de acusación, declaración de guerra. El Manifiesto Comunista
condensa todo eso y mucho más. Aunque la autoría es compartida con
Federico Engels [1820-1895], su prosa frenética y nerviosa, punzante e
hiriente, tiene el ritmo inconfundible de la pluma de Carlos Marx
[1818-1883]. Dejando a un lado El Capital (ese “cañonazo contra
la burguesía” como lo definiera epistolarmente su autor), su vena
polémica nunca brilló con mayor esplendor que en esta literatura de
combate. No resulta casual que sus consignas, recogidas a partir del
contacto con grupos y sectas de obreros revolucionarios europeos,
preanuncien el incendio continental que explotará en la insurrección de
febrero de 1848, apenas dos semanas después de su publicación.
Aquel fuego original, del que Marx y
Engels se nutrieron y que contribuyeron a expandir, no quedó reducido al
suelo de Europa. Poco tiempo después, en 1870, el Manifiesto Comunista
se publicó por primera vez en América latina en un periódico obrero
mexicano. La llama prendía en otros territorios y en otros lenguajes. La
teoría comenzaba a universalizarse.
Desde aquel tiempo lejano hasta hoy, mucha agua ha corrido bajo el
puente. Las luchas de clases y las resistencias contra el capital
continúan, siglo y medio más tarde, mundializadas en un grado tal que
hubiera hecho temblar a aquellos luchadores internacionalistas,
compañeros de Marx. La explosión del mundo de las comunicaciones y la
expansión generalizada del capital (de sus relaciones sociales, su
ideología, su cultura y sus mercados) han convertido al planeta entero
en un botín de guerra. Una inmensa despensa lista para ser expoliada y
subsumida en sus hambrientas fauces. Como contrapartida, la resistencia
anticapitalista también ha asumido un carácter internacional y
globalizado.
El Manifiesto Comunista en el pensamiento de Marx. Gestación histórica
Cuando el zapatero Heinrich Bauer, el relojero Joseph Moll
[1812-1849] y el militante comunista Carl Schapper [aprox.1812-1870],
le encargaron a Marx la redacción de un manifiesto que sintetizara los
debates de la Liga de los Justos y la Liga de los comunistas, no se
equivocaron. Marx tenía experiencia en ese género discursivo. Pocos
años antes había redactado otro manifiesto, mucho menos conocido.
Aquel primero no era un “manifiesto” clásico, estrictamente de
partido, aunque incluyera varias sentencias y posicionamientos
políticos. Consistía, más bien, en un manifiesto filosófico. Condensaba
un primer balance de los debates que había mantenido el joven
periodista Marx con sus amigos liberales y radicales de Berlín (Georg
Gottlob Jung [1814-1886], Dagobert Oppenheim [1809-1889] y Bruno Bauer
[1809-1882], entre otros). Se trataba de la Introducción a la Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel,
redactada entre 1843 y 1844 y publicada en el primer –y único- número
de los Anales franco-alemanes, en febrero de 1844. Una publicación
dirigida por Arnold Ruge [1802-1880] y el mismo Marx.
A diferencia del Manifiesto Comunista, la tonalidad general que adoptaba aquel documento previo era centralmente filosófica.
Ambos manifiestos comparten el estilo taxativo de sus afirmaciones,
tan característico de este género discursivo. Además, adoptan al unísono
-y esta será una nota distintiva del método marxiano- la crítica
contra toda especulación, es decir, contra toda teoría no fundamentada
en el análisis de la realidad. Un mismo cuestionamiento que, si en la Introducción de 1843-44
atacará preferiblemente a la filosofía especulativa del derecho, tanto
de G.W.F.Hegel [1870-1831] como de sus discípulos, en el Manifiesto
Comunista centrará esos mismos disparos contra el llamado “socialismo
verdadero” de Karl Grün [1817-1887]. Éste no fue el único punto en
común. El ampliado arco de paralelismos entre ambos textos –entre los
que median menos de cinco años- resulta sorprendente.
En primer lugar, el sujeto de la revolución anhelada es en ambos
casos el proletariado, la clase obrera. No obstante esa coincidencia,
los fundamentos son diversos. Si en 1843-44 la razón de esa elección
residía en que el proletariado resumía las carencias, las pérdidas y los
sufrimientos de la sociedad capitalista, en 1848 la argumentación se
desplaza hacia el terreno de la lucha y la confrontación entre las
clases. Tanto en el ámbito político como en el de las relaciones de
producción. Los trabajadores son ahora el centro, no porque sufran o
carezcan de todo sino por su lugar en el conflicto de clases y en la
producción de mercancías.
En segundo lugar, en 1843-44 la clave del triunfo de este sujeto
social se depositaba en la alianza entre filosofía y proletariado, entre
intelectuales y clase obrera, condición imprescindible para que “la
teoría se convierta en un poder material prendiendo en las masas”. La
filosofía tenía, según este Marx juvenil, su sede en Alemania, la clase
obrera en Francia.
El reclamo a favor de esta alianza se mantiene -modificada- en
1847-48, cuando Marx plantea que el comunismo crítico debe unirse, como
un solo haz, con la clase obrera internacional.
En tercer lugar, el programa y la estrategia anticapitalista parten
en ambos casos de una distinción esencial entre dos modalidades
diferenciadas de transformaciones sociales. Un tipo es el de “la
revolución meramente política” que sólo toca la esfera estatal; el otro
es el de “la revolución comunista” que abarca también a la sociedad
civil.
El ejemplo paradigmático del primer tipo de revolución, que Marx
adopta como “modelo” y arquetipo, es la francesa de 1789. A esa
revolución, en 1843-44 la denomina “emancipación parcial o meramente
política”, mientras que en 1848 la nombra, lisa y llanamente, como
“revolución burguesa”. El segundo tipo de revolución que emerge del
análisis, aquella por la cual deberían luchar los trabajadores, es
denominada en 1843-44 “revolución radical o emancipación humana
general”. En 1848, en cambio, será caracterizada como “derrocamiento
violento de la burguesía por el proletariado”.
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